EL CADÁVER EXQUISITO DE CARETAS
por César Hildebrandt
Hildebrandt en sus Trece (Lima), no. 511, Lima, viernes 16 de octubre de 2020
Se ha muerto Caretas de vejez y soledad. Es decir, de muerte natural.
Fue el lugar donde empecé a amar lo que había hecho hasta ese momento para ganarme la vida. Fue el lugar donde contraje el covid invencible del periodismo. Fue el lugar donde pude trabajar 12 horas diarias sin chistar y 36 horas seguidas sin dormir. Entré a los 23 y fui su jefe de redacción durante demasiados años.
Caretas ocupaba unas oficinas malévolas en Camaná 615, al 308. Se subía por un ascensor que olía mal y hacía sonar sus cables y se llegaba al local donde Enrique Zileri hacía posible que el periodismo fuera algo más aventurero y mejor escrito.
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Pero Caretas era quincenario y ese era un problema serio. Nuestras notas se avejentaban antes de tiempo y las que se imponían en los días previos al cierre debíamos hacerlas a prisa y sin recursos. Era un desastre. Fue el que escribe estas líneas, como se decía en el siglo pasado, quien convenció a Zileri de que debíamos ser un semanario y fajarnos cada día para mantener la temperatura de los vivos. No más inactuales zombis, entonces. No más fotos demandando leyendas que se hacían pasar por reportajes minimalistas. No más pesadas columnas de señorones. Pero, eso sí: siempre alguna calata. Y para siempre el humor, el recurso a la ironía, el ingenio en salsa criolla que era lo que Zileri le había dado a Caretas. Y mucha chamba, zafarrancho de combate, plazos que se cumplían como partos, sinfonías de carajos, humo de tabaco y ninguna droga recreativa.
A Caretas uno entraba a envejecer, a buscarse un infarto, a hacer doscientas llamadas telefónicas para confirmar un dato o chequear el dicho de una fuente. Era el placer febril de unos putos que tenían la fe de los benedictinos y escribían con dos dedos, y a toda velocidad, sobre sus máquinas Olympia. Eran los tiempos maravillosos en los que no había celulares ni computadoras ni wikipedias ni la virtual baratura enciclopédica que ahora puede mostrar como informado (y hasta culto) a cualquier palurdo. Si no te habías quemado las pestañas en la juventud tragando libros como un huésped de manicomio, fregado estabas: se iba a notar en las reuniones de producción, en tu mirada bovina ante el comentario de una obra, en cómo diablos usarías los modos subjuntivos. No estaba Google en tu telefonito para sacarte de un apuro mientras finges ir al baño y vuelves con la respuesta ilustrada.
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En Caretas éramos pocos, muy pocos, muy pobres, y hasta la abuela paría. La abuela era Doris Gibson, esa mujer subida de tono que había sido amante de Sérvulo Gutiérrez, compañera de Francisco Igartua --el orden nunca lo supe bien-- y madre de Enrique después de haber tenido un asunto de polendas con un diplomático argentino apellidado Zileri y estacionado en Lima. Doris había dominado el mundo de la publicidad, la moda, el recurseo del más alto nivel y había fundado Caretas junto a Francisco Igartua, el entrañable vasco misterioso y ajeno que jamás fue feliz. Doris puso el punche financiero y Paco Igartua puso el periodismo. Cuando Zileri regresó al Perú después de vivir en los Estados Unidos, país que atravesó en moto y con el billete medido y donde después trabajó en una agencia publicitaria, Igartua sintió que las cosas se ponían difíciles y se fue de Caretas. Allí fue que refundó Oiga, que era más vieja y que tenía mucho más de política y cultura. Cuando yo llegué a Caretas la mejor época de Doris había llegado a su fin y lo que había en ese entonces era una guerra de madre y señor mío.
Doris bajaba desde su octavo piso legendario, donde se hacían las fiestas de espérame en el suelo, corazón, si es que te vas primero, y entraba con su paso de duquesa y su vestir elegante y la belleza antigua que definía sus facciones.
Muchas veces entraba a inspeccionar sus dominios en son de paz y hasta con una sonrisa que repartía del modo más equitativo posible. En otras ocasiones, sobre todo cuando había bebido más de un whisky, caminaba haciendo tocar sus tacones lejanos y se encerraba con su hijo a librar las batallas que sólo Max Hernández habría podido moderar. Parecían odiarse, pero yo sé que se amaban. Era el amor contuso de un niño que fue enviado a Chile a estudiar en un liceo y el de una madre que, de algún modo, se sentía culpable por haber sido tan distante. El pretexto para pelear no escaseaba nunca, pero el que más los enfrentaba era el tono de las páginas sociales, que debía ser el coto cerrado de Doris. Enrique quería que allí se contaran las cosas que de eras sucedían en el mundo de los espectáculos, los eventos fiesteros o culturales y la farándula. Doris tenía decidido que en esas páginas, bautizadas como Ellos y Ellas, reinarían siempre sus amigas con sus respectivos anexos. Cuando las voces llegaban a ser horrísonas, se mandaban recíprocamente a la mierda. Y cuando Gettysburg era moco de pavo y el bombardeo de Dresde poca cosa, entonces se mentaban la madre. Pero este hijo matricida y esta madre filicida se querían. Lo que pasa es que habían entendido, en algún recodo de alguna pesadilla vagamente edípica o incestuosa, que el amor podía ser cruel, intermitente, procaz. Ambos amaban el espectáculo de los toros y ambos estaban seguros de que el amor podía parecerse al ciervo que está en la mira de un cazador y escapa a último momento. El amor continuo debía parecerles un aburrimiento. La placidez, una tentación mediocre.
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Pero allí estaba Caretas, cada día mejor. Dictábamos la agenda, no me digan, y éramos la envidia de la compadrería churrupaca. Llegamos a vender 50,000 ejemplares con la entrevista exclusiva a Velasco Alvarado y otros 50,000 con el fusilamiento del suboficial Julio Vargas Garayar, espía chileno enquistado en la FAP. Aprendimos que en periodismo no vale que la historia la cuentes sin gracia, como si de una ayuda memoria se tratara. La mejor de las pepas podía ser asesinada por un sicario del idioma. Era la historia, es cierto, pero también el modo como se contaba. Aprendimos lo básico, lo más olvidado hoy por la prensa en harapos: que el instrumento del periodista es el lenguaje. De modo que todos íbamos al teatro de Caretas a cumplir nuestra función de jazzeros, a ver quién podía improvisar mejor, a quién le tocaba esa semana el aplauso mayor. Sí: era una deliciosa y feroz competencia de alumnos pretenciosos de Charlie Parker. Y todos éramos músicos del mejor idioma que pudiésemos solfear. Cuando teníamos una duda --y vaya que las teníamos a mares-- nuestra última opción era César Lévano, que hacía del chamán yaqui de Sonora que ilustró a Carlos Castañeda sobre el arte de la sabiduría. Lévano cogía la cuartilla, pensaba un instante, hacía una pregunta y daba su veredicto. Nadie jamás le discutió algunas de sus sentencias. Eso era Caretas: la inteligencia antes de que esta fuera artificial. Pero era más que eso: fue la escuela de la investigación, del dato contrastado, del cruce de fuentes, y dejó también el legado de que el periodismo no es tal sino es visto con el ceño fruncido por el poder. Todo esto sin perder la perspectiva divertida de las cosas, la sonrisa escéptica frente a las solemnidades y los desmanes de la vanidad.
Caretas ya no está. Un poco de nosotros se ha desvanecido con esa desaparición. Parte de mi memoria se ha ido en ese remolino de papeles que la muerte ha soplado.