“HILDEBRANDT EN SUS TRECE”
Revista
semanal. Edición Nº 450. Viernes 21 de julio de 2019
Cuellos
blancos de la cultura
César
Hildebrandt
Un
escritor plagia decenas artículos periodísticos y los envía a diferentes
medios. Son buenas crónicas, comentarios audaces, prosas imaginativas, temas
variados, intereses de actualidad. El escritor se llama Alfredo Bryce Echenique
y es peruano.
Enfrentado
a la evidencia indiscutible, el escritor lo niega todo y dice que todo se ha
debido a un error de su secretaria, que ha confundido los archivos y ha enviado
por correo los que no debió enviar.
Cuando
alguien le recuerda que ni siquiera ha tenido secretaria en los tiempos del
plagio sistemático, el escritor dice que se trata de una conspiración política,
que los fujimoristas han creado una calumnia porque él siempre los ha retado.
Cuando
alguien busca en los archivos los artículos que Bryce debió escribir en contra
de Fujimori y su pandilla, los pronunciamientos altivos que el escritor lanzó
en contra de la dictadura que todo lo pudrió, no encuentra nada. ¿Dónde los
publicó? ¿En qué fechas? ¿Quiénes los leyeron? La respuesta es el silencio. La
verdad es que el escritor jamás se distinguió por haber combatido a Fujimori.
Descubierto
una vez más en sus mentiras, el escritor guardó un hermético silencio. Eso no
fue suficiente. Lo cierto es que las publicaciones que recibían con placer y
expectiva sus colaboraciones –ahora contaminadas de sospecha- dejaron de
hacerlo.
La
única salida para Bryce era admitir la verdad. Hubiera sido fácil perdonar a un
escritor tan carismático que confesara, por ejemplo, que se apropió de textos
ajenos porque jamás creyó en eso de la propiedad individual de la escritura,
que la cultura universal es una masa donde las jurisdicciones son borrosas, las
autorías son discutibles y los cotos personales son gestos de egoísmo
pequeñoburgués. El crítico Julio Ortega salió a defender al escritor con una
tesis radical que era una especie de manifiesto comunista en torno a la
propiedad intelectual.
Hubiera
sido fácil perdonar a un escritor de obras importantes y entrañables que nos
dijera que lo que pasó fue una expresión de crisis y debilidad y que ante el
ultimátum de las fechas de entrega y los compromisos tomó como suyos -aunque
eso fuese a la larga imperdonable- textos que él mismo habría podido escribir,
textos que resumían su pensar y su sentir, textos que habían anticipado lo que
él habría escrito alguna vez. Digamos que la explicación habría sido mágica,
pero el perdón habría sido inevitable. El perdón, la conmiseración y el
reconstruido respeto. El humanísimo pecado, una vez admitido, pasa a los fueros
de un olvido generoso.
Pero
la historia fue otra. Ensimismado en su cinismo de falaz estirpe aristocrática,
el escritor jamás pidió perdón, jamás dio explicaciones y atribuyó a la envidia
de un sicariato fantasmal el expediente de sus plagios que, para entonces,
había llegado a 36 casos absolutamente comprobados.
Entonces
vino lo de la Feria del Libro de Guadalajara y el escándalo estalló. Los ciento
cincuenta mil dólares del premio que sus amigos le habían concedido tuvieron
que ser entregados en Lima, entre gallos y medianoche, después de la protesta
moral de un grupo de escritores mexicanos.
Ahora
resulta que el escritor pide permiso para retirarse. Y lo hace con un libro
dictado, esta vez sí a la secretaria de un aventurero, que no lo honra, que
nada tiene que ver con el brillo de sus novelas y la frescura de sus cuentos.
Es una despedida patética que Bryce no merecía. Es el negocio colateral de
alguien que vio en este adiós forzado una gran oportunidad de hacerse con un botín
crepuscular.
El
escritor, visiblemente cansado de ser expuesto como mercancía, da entrevistas
en las que la única pregunta que está previamente vedada es aquella que habría
sido inexorable en una sociedad que trata de infundir valores. El escritor confunde
tiempos, inventa, como en el libro oral que acaba de ser lanzado, y vuelve a
decir que fue un perseguido de la política, una víctima de algún complot.
¿Qué
lección le damos a los jóvenes que intentan acercarse al mundo de la cultura en
esta Lima que se cae a pedazos? Una muy sencilla, veterana, tan vieja como la
república de pacotilla que intentamos fundar hace 200 años: en nuestro medio la
impunidad es un privilegio de algunas castas, la amnistía social es una salida
práctica a los problemas de nuestros “iguales”, la sinvergüencería es un modo
de ser nacional. ¿Cuál es la diferencia entre la política, tan venida a menos,
y las mafias culturales que deciden quiénes son intocables y quiénes réprobos?
¿De qué modo aquello de hablar a media voz y callar de modo estridente se ha
hecho parte de nuestra identidad? En resumen, si el plagio literario te conduce
al paraíso artificial de “El Comercio” y sus parásitos, ¿por qué resultan
condenables los que, sin los pergaminos y la cultura de Bryce, esgrimen títulos
inexistentes, diplomas imaginarios, certificados salidos de la fantasía? Si
nuestros grandes hombres están más allá de la ley, ¿por qué los otros resultan
examinados tan severamente? A ver si nos atrevemos a responder estas preguntas.
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