sábado, 23 de octubre de 2021

HACIA UNA NUEVA CONSTITUCIÓN, POR CÉSAR HILDEBRANDT

 Hidebrandt en sus Trece (lima), no. 562, viernes 22 de octubre, 2021

Con su histeria grafómana, sus simios en ristre, sus maldiciones de gitana, la derecha ha seña­lado el blanco. Ese blan­co es la Constitución fujimorista de 1993. Ese es el blanco que hay que abatir.

Necesitamos una nueva Cons­titución porque, precisamente, la derecha la ha convertido en santo grial. ¿Qué tiene de sacro e inmuta­ble un texto hecho en plena dicta­dura bajo el esquema thatcheriano de que sólo lo privado es bueno y que el Estado es un obstáculo para el emprendedurismo, la libertad y la plenitud de la democracia?

Con la Constitución de 1993 se hizo un himno al sálvese quien pueda y el concepto republicano de la igualdad ante la ley quedó en suspenso. El egoísmo se convirtió en norma, la edu­cación en negocio tramposo, la salud en opción inalcan­zable para los más pobres.

Boloña inventó las AFP y de inmediato se hizo accionista de una de ellas. Aeroperú se vendió a una mafia mexica­na para que LAN comprara los cielos del Perú a precio de protectorado.

Fue Milton Friedman cruzado con Tatán. Era Hobbes leído por Daniel Espichán. Era el reaganismo interpretado por Martha Chávez. Era Pinochet instalado, como Lynch 110 años antes, en el corazón de la política peruana. La derecha nativa amaba a Pinochet. Por eso se casó con Fujimo­ri. Por las mismas razones, hoy es viu­da gemebunda del patriarca y amante escarmentada de Keiko, su heredera.

¿Recuerdan el Congreso Cons­tituyente Democrático? Le decían el CCD y allí estaban el PPC (de Ce­mentos Lima y Lourdes Flores) y la amplia mayoría del golpismo cachaco de 1992: Cambio 90 y Nueva Mayo­ría. También estuvieron el partido de Rafael Rey, la angurrienta sigla de Femando Olivera, y algunas izquier­das ínfimas como los frenatracos, el CODE, el FREPAP y el SODE. Toda la oposición sumaba 37 votos. El fujimorismo, con sus fuerzas auténticas y las que se auparon en el camino, 43. No había nada que discutir: el provecto de Fuiimori de refundar un país dodnde la idea de la comunidad de intereses debía ser abolida, se cum­pliría escrupulosamente. La derecha encontró en el golpista de 1992 al hombre que andaba buscando desde el asesinato de Sánchez Cerro.

¿Quién presidió el CCD? Nadie menos que Jaime Yoshiyama, el que inventaría la doble contabilidad y el lavado con Ña Pancha de los dineros embarrados que recibiría la organiza­ción durante el imperio de Keiko.

¿Quiénes estuvieron a la cabeza de la Comisión de Constitución del CCD? El primero fue Carlos Torres y Torres Lara, el “jurista” siempre adhoc que pariría, cinco años después, la teoría de ‘la interpretación autén­tica” del artículo 112 de su propia Constitución, maniobra gansteril que le permitió a Fujimori la segunda e ilegítima reelección. El segundo fue Enrique Chirinos Soto, el parlamen­tario de “Libertad” que propuso vetar a Fujimori por su verdadera naciona­lidad (él sabía que era japonés) y que terminó de ujier oral del fujimorismo y de sicario del dere­cho para tumbarse a los tres dignísimos miembros del Tribunal Constitucio­nal que se opusieron a la “interpreta­ción auténtica”.

¿Quién fue el segundo vicepresi­dente del CCD? Rafael Rey, una de las voces de Willax, la Fox de los barracones. ¿Y el tercer vicepresidente? Víctor Joy Way, de cuyos tractores chi­nos tenemos tan metálico recuerdo.

Y jamás olvidemos que el CCD surgió después de que el Perú fuera un apestado en el escenario conti­nental. En esa condición nos había dejado el golpe del 5 de abril de 1992, un zarpazo que la derecha aplaudió a rabiar y que buena parte de los pe­ruanos, para vergüenza crónica de nuestra memoria, también avaló.

De esa polvareda de democracia en ruinas, primeros indicios de co­rrupción, empoderamiento visible de Vladimiro Montesinos y su banda de forajidos con charreteras, salió la Constitución de 1993. Y a pesar de la prensa reconcentrada y dominante, a pesar de la televisión que machacaba lo buena que era y lo terrible que sería rechazarla, a pesar de tanta vendimia a la espera de una recompensa, a pe­sar de la propaganda aplastante, a la hora de su aprobación el 47,76 % de los pe­ruanos le dijo a esa constitución creada por el fujimorismo que se fuera al de­monio, que no la aprobaba, que no la sentía suya. Dicen que cuando Fujimori se enteró del re­sultado final, se largó del salón donde estaba y tiró un portazo que hizo tem­blar goznes y piernas. ¡Habían sido apenas 333,265 votos de diferencia!

Y esa es la Constitución que el fujimorismo y sus descendencias quieren presentar como salida de una zarza ardiendo. Ahora resulta que Moisés Fujimori recibió la gracia de un encar­go pétreo e inamovible por los siglos de los siglos. Como si la pandemia no nos hubiese mostrado crudamente la miseria de salud pública que tenemos y la desigualdad intrínseca que hemos creado siguiendo a pie juntillas “el modelo constitucional”.

El mensaje está claro: podremos perder las elecciones, pero no nos podrán cambiar la Constitución. En resumen, no interesa quién esté en Palacio: lo que importa es que el Gran Contrato, la Constitución de 1993» no se cambia. Esa es la garantía que consideramos no negociable. Y si insistes, vamos a la guerra civil, al atoro de la ingobernabilidad, al periodicazo que te noquea cada 24 horas, a la encuesta que te escuelea, al dólar que zumba, a la calificadora que rezonga, a los transportistas que te pararán la sangre, al vargasllosismo de ecos ibé­ricos. Es decir, vamos con todo, cholo alzado, guanaco sin Harvard, igualado.

Soy un liberal más bien ti­bio en muchas cosas. Jamás creí en el comunismo y me siento apenas un socialdemócrata arrinconado por las dudas. Pero ahora veo este espectáculo del civilismo sa­lido del sarcófago, del urrismo llegado de los años 30 del siglo pasado, de los señores Larco y los señoritos Aspíllaga, y digo, a lo Romualdo: no puede ser verdad, pero hay testigos. Y añado modestamente: ahora, más que nunca, hay que cam­biar la Constitución que perpetró el fujimorismo. Habrá que hacerlo sin Bermejo y sin Cerrón, sin alaridos ni amenazas bolivarianas, sin ahuyentar capitales ni crear pánico, sin Bellido y sin fomentar la inflación o el resenti­miento social, pero habrá que hacerlo. Es casi un deber sanitario. Será librar­nos de la tutela “principista” impues­ta por una banda que saqueó el país y pudrió todo lo que rozó. No quiero la anarquía de un socialismo que jue­gue con el déficit fiscal y nos lleve a la ruina, pero también me resulta difícil soportar este clima de terror intelec­tual impuesto por una derecha que castiga la sola propuesta de cambiar algunas cosas. Es como si un hipnoti­zador malicioso no quisiera despertar a su víctima.

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