sábado, 15 de mayo de 2021

VARGAS LLOSA Y LA SEÑORA FUJIMORI POR CÉSAR HILDEBRANDT

 

VARGAS LLOSA Y LA SEÑORA FUJIMORI

por César Hildebrandt

Hildebrandt en sus Trece (Lima), no.539, viernes 14 de mayo, 2021


Mario Vargas Llosa in­vita a Keiko Fujimori a un congreso inter­nacional en defensa de la democracia. ¿Se imaginan algo peor que esta bazofia?

Yo tenía la idea de que Vargas Llo­sa había encontrado el último peldaño del pozo en el que se sumergió desde que se hizo parte de las redes corrup­tas de la derecha española, pero estaba equivocado. Hay todavía nuevos subsuelos que explorar, al­cantarillas más profundas, sentinas más novelescas. Con la fundación que le bancaron los dineros de la corrupción del Partido Popular, Vargas Llosa --convertido otra vez en aquel Varguitas huachafo que tan bien describió la tía Julia-- or­ganiza en Quito un debate sobre los peligros que amenazan a la demo­cracia y para hablar de asunto tan importante invita, entre otras per­sonalidades, a Keiko Fujimori.

¿Qué tiene que decimos Keiko Fujimori sobre ese tema? Pues bas­taría con que contara, brevemen­te, la vida sucia de su padre, o que decidiera hablar de su propia vida de primera dama trucha sostenida con dinero que le daba Montesinos. También, para ser justa y equita­tiva con el resto de la familia, po­dría hablar de la miseria moral de su hermano Kenji, del carácter de traficante de divisas y encubridor de dineros negros de su tío Víctor Aritomi, o de la naturaleza de picabolsos crónica de su tía Rosa. Y quizá debe­ría añadir la experiencia de su amigo del alma Jaime Yoshiyama, capo de la Yakuza limeña y exsecretario general de la pandilla. ¡Cuántas historias por contar!

¿Cómo puede haber llegado Vargas Llosa a estos niveles?

No me sorprende. Si el mal gusto conduce al crimen, como decía Saint John Perse, el neoliberalismo adop­tado como religión pagana y obsesión maniaca resbala hacia el fascismo.

Vargas Llosa no vive en el Perú. Es un marqués español que carga con un hijo que tiene habilidades diferentes y que es el que lleva el amplificador, la mensajería y la intendencia. Su interés no es que el Perú se salve del comunis­mo, peligro que no es ni siquiera remo­to en este momento, sino que el Perú no se salga del modelo.

¿En qué consiste ese modelo? En primer lugar, en seguir siendo los churrupacos de toda la vida uncidos al carro victorioso de los Estados Uni­dos. En segundo lugar, en preservar la Constitución fraudulenta de 1993, obtenida con tanques, trampa electo­ral y deserción de las fuerzas políticas más importantes de aquella "asamblea constituyente". En tercer lugar, en condenar a los pobres del Perú a una discriminación permanente. En cuarto lugar, en satanizar el Estado, excepto cuando se trata de salvar a bancos pri­vados de la bancarrota o de subsidiar la minería con impuestos bajos. Y podríamos seguir, pero sería aburrido. La síntesis es esta: el "modelo" que defiende Vargas Llosa es aquel que te hace creer que vas rumbo a la OCDE, apuradito al desarrollo, ufano a la co­munidad de países exitosos, cuando, de pronto, maldita sea, surge una pan­demia y se te caen pantalones y calzo­nes y todo el mundo ve que no tienes sistema de salud, no tienes Estado ni para las emergencias, no tienes sino desigualdad guarda­da bajo la alfombra. ¡Eras una farsa y te descubrieron!

Ahora se ve que Vargas Llosa fue un fujimorista encubier­to. Le dolió, sí, la derrota, pero, en el fondo, jamás le molestó que el chino de la yuca y del tractor hiciera con el Perú lo que Reagan y la Thatcher le recomendaban hacer a la servidumbre mundial.

Lo único que le importa al marqués de "Hola" es que el Perú no desacate el orden impuesto y que la derecha pe­ruana no se vea enfrentada a una pode­rosa alternativa distinta. Por eso apoya a Duque, a Lasso, a Keiko Fujimori.

Si para mantener la situación, deben salir los uniformados y sus fuegos, pues que vengan y disparen. Vargas Llosa prefiere la sangre al intento de algún cambio. Por eso opta por quien como Keiko, más allá de compromi­sos firmados y promesas solemnes, representa la mano dura de una nue­va alianza entre civiles conservadores y militares corrompidos, coalición que fundaron Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos en 1990.

Mi amigo Víctor Hurtado me envía esta frase: "Yo votaré por Pedro Castillo ya que prefiero la incertidumbre al crimen". Quizás sea cierto. Castillo es la cólera en tropel y mal hablada y un gobierno suyo puede ser un desastre. Pero sabemos que de Castillo podemos libramos y que entre sus escasas facul­tades no está la de deglutir institucio­nes, cambiar minorías en mayorías o depravar a la justicia.

Todo el ADN del fujimorismo, que Keiko Fujimori interpreta con pasmosa minucio­sidad, está signado por la sordidez. Con el fujimorismo no es posible hablar de com­bates democráticos, polémicas congresales, pugna de poderes. Su padre la amaestró en el arte dudoso de infectar­lo todo para gobernar sin sobresaltos. Y eso es lo que respalda el señor Vargas Llosa a estas alturas de su vida.

Dicen que el antifujimorismo es producto del odio.

No es cierto.

El antifujimorismo es un mecanis­mo de defensa cuyo propósito es preservamos como país.

Si amas a este país desgarrado, con­tradictorio, tantas veces intolerable, entonces lo que debes hacer es no vo­tar por quienes lo hicieron peor y aun ahora lo quieren empeorar. Porque no olvidemos que, como lo demuestra Vargas Llosa, siempre es posible ahon­dar en la infamia.

El fujimorismo no es una corriente política ni una doctrina de derecha. Si eso fuera, merecería todos los res­petos. El fujimorismo surgió ante el fracaso de los partidos y el reto sanguinario que Sendero Lumino­so había planteado a la sociedad peruana. Pero lo que pudo ser una emergencia justificada, un parén­tesis autoritario de estirpe romana para reconstruir el país, Fujimori lo convirtió en cheque en blanco y, a partir de esa autorización presunta, construyó un régimen que no tuvo límites ni escrúpulos y que destruyó el poco tejido institucional que nos quedaba después de la experiencia de García y la guerra impuesta por el senderismo.

Fujimori pudo ser el gran pre­sidente que nos reconcilió con la economía real y que detuvo el andar de Sendero. Pero rechazó esa idea y enfermó de mesianismo. Luego entendió que una manera de pro­longarse en el poder era corrom­piéndolo todo y corrompiéndose a sí mismo. El resto es la historia que podría escribir Vladimiro Montesinos y que podría suscribir Keiko Fujimo­ri, la mujer que reemplazó a su madre cuando esta fue expulsada de Palacio después de denunciar la venta clan­destina de ropa donada y la apropia­ción ilícita de millonarias donaciones venidas del Japón.

El fujimorismo no es un partido po­lítico. Con el patriarca Alberto Fujimo­ri llegó a ser --a las pruebas judiciales me remito-- una banda de asaltantes del Estado. Y con Keiko reinando en el Congreso en 2016, el fujimorismo, con Becerril y Bartra a la cabeza, fue lo que todos vimos: una corporación rencorosa que dio un golpe de Estado blando y gobernó desde la plaza Bolí­var, con todo lo que eso supuso para la estabilidad democrática. ¿Se imaginan a esa gente --los Baca y las Lozada-- en Palacio de Gobierno?

Reto a Vargas Llosa a que venga a vivir al Perú si es que su candidata favorita obtiene la presidencia. Que venga con toda su nueva familia. Que deje Puerta de Hierro y se instale en Barranco. Quizá allí pueda escribir, finalmente, algo parecido al arrepentimiento.

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